jueves, 27 de noviembre de 2008

Insurgentes y Reforma

manosenalto_previewAlgunos dicen que el destino nos condena a vivir una revolución cada cien años, otros dicen que fue casualidad, la suerte, un evento fortuito, que ni en cien años más volvería a pasar. Pero pasó.

Andrés Manuel habló de ciento cincuenta, quizás doscientos mil, Marcelo no lo pudo apoyar, lo hechos hablaban por sí mismos. Felipe salió en horario premium a confirmar lo que todos sentíamos, más de un millón, nadie lo vió, no en vivo, a nadie le importó un cacahuate la televisión. Para qué, fuimos protagonistas. Protagonistas.

¿A quién querían engañar? Todos estuvimos ahí, no tuvimos que verlo en la televisión, ni esperar a ver las fotos al día siguiente en la primera plana de todos los diarios y tirajes especiales de algunos semanarios. Lo vimos, lo sentimos, fue la nuestra, no la de los otros, los revoltosos. Fue la sangre de cada uno de nosotros la que tiñó e incendió Reforma aquella tarde pasada por agua, agua que no sirvió para disolver el tumulto incontenible. Era cosa de tiempo, de algún modo todos sabíamos que ocurriría, más tarde que temprano, nunca pensamos que fuera entonces, un poco por sorpresa, un poco predecible, llegó y nos volcamos en oleadas a las calles, a reclamar nuestro legítimo e inalienable derecho. Cuánto habíamos esperado, el fuego ardía latente como tímidas brazas a las que solo bastó el soplo correcto para estallar en una llamarada incendiando la Ciudad.

1810 se recuerda como el año en que un día el pueblo se volcó a las calles reclamando la libertad, la independencia de la corona española. 1910 vio el inicio de la guerra de revolución que habría de conformar, para bien o no tanto, el México contemporáneo. 2010, a pesar de aquellos que nunca quisieron creer que el destino de México está predestinado a cambiar cada centuria, sería recordado por siempre y habría de pasar a la historia, como cada revuelta, con sus matices, opositores y simpatizantes, al fin y al cabo, revolución.

No fue cosa de un día, se le veía venir, poco a poco, una semana, quizás menos. El estallido se comenzaba a gestar. Aquí y allá, se comenzaron a tomar las calles tímidamente, la gente dejó de ir a las oficinas, las fábricas tenían paros intermitentes, algunos obreros incluso se ausentaban sin más. Los pocos estudiantes que seguían en clases las suspendieron en tropel, nada hubo que hacer, si no esperar. Muchos creyeron que pronto acabaría, y así fue, solo no como la mayoría hubiese pensado y no tan pronto como se hubiese esperado.

El Domingo del Ejército Verde, como lo habría de bautizar cierto periodista, marcó el inicio de la segunda gran toma de Paseo de la Reforma. La tensa calma que antecedió a los hechos se empezó a sentir desde muy temprano, sin embargo se acentuó apenas pasado el medio día. Si alguien hubiese tenido la osadía de salir a las calles, hubiese visto el panorama desolador, quizás algún turista desorientado, algún transeúnte en un trance urgente, inesperado. Los semáforos pasaban del verde al ámbar, luego al rojo y tras un inútil minuto, de vuelta al verde, acompasando el paso de las calles desiertas, de hojas sueltas de periódicos, envolturas de Gansitos y una que otra botella de Coca-Cola malamente aplastada, que de todas maneras avanzaban o se detenían a capricho de las esporádicas rachas de viento, sin importar lo que la luz del semáforo pudiese indicar.

Carros de policía, ambulancias, cuerpos anti motines en sus pesados trasportes patrullaban zonas estratégicas de la ciudad. Los mismos acostumbrados puntos neurálgicos de siempre, el Zócalo, Reforma, la glorieta del Ángel. El ruido sordo de sus motores en marcha suave rompía el absoluto silencio de vez en vez, cargados de tensos elementos quienes sabían que estar ahí era su deber, mas no su deseo, pues ellos eran pueblo también. ¿Qué tenían que hacer allí metidos en pesados uniformes detrás de opacos escudos de policarbonato cuando sus familias y amigos esperaban el momento de reivindicar a toda una nación? El deber.

El estallido se dio cuando todo parecía indicar que sería un estéril intento como muchos hubieron antes. Sin embargo, un evento fortuito cambió la historia. La séptima cervical, prominente más que lo normal, se interpuso en la trayectoria de manera accidental y Cuauhtémoc logró lo imposible. Inglaterra caía uno a cero frente al Ejército Verde. Convocado de última hora, luego de renegociar mil y un condiciones y habiendo mediado una colecta nacional de pesos y firmas, el orgullo de Tlatilco portaba la verde para gloria y esperanza de los mexicanos. Fue solo cosa de aguantar los 75 segundos más largos de la historia de la humanidad hasta que el silbante declarara al nuevo campeón del mundo.

Los aparatos televisores se quedaron encendidos, las cervezas se calentaron, se volvieron a enfriar con el sereno de la madrugada siguiente y nuevamente el Sol del inhábil lunes las puso tibias sobre las mesas de las abandonadas salas de TV. Ya sin burbujas, se perdieron la verdadera revolución.

Aunque no fueron pocas las familias que en inocente descuido dejaron las puertas de sus casas abiertas de par en par, no hubo actos de vandalismo, al menos nadie los reportó. De alguna manera, otro Cuauhtemoc, este calzando sandalias sin patrocinador de por medio, apareció portando el 10 de los volátiles de Coapa. A nadie pareció molestarle, nadie supo como pasaron la prenda por el penacho y la lanza sin desgarrarla, realmente nadie preguntó. No importaba. Solo quizás una dama de dorado perfecto en la piel, sintió celos al ver que ahora la danza mayor se gestaba en el cruce de Reforma e Insurgentes y no a sus pies. Aquel era después de todo Cuauhtemoc a fin de cuentas.

A diferencia del 2006, el nuevo mega plantón no requirió de alquiler de carpas ni de brigadas de adelitas que llevaran el bastimento. El sabor del triunfo alimentó a los cientos de miles que fieles aguardaron desde la tarde del domingo y hasta la noche del lunes, con aguacero de por medio, el desfile de sus ídolos a bordo del Cuauhtemóvil, como habrían de bautizar al Turibus que, pintado de verde y con un enorme 10 al frente, acercara a los héroes a sus espectantes feligreses. Como en el 91, ese 11 de julio tampoco importó si era de día o de noche, aquel año la Luna eclipsó al Sol, en el 2010, lo hizo un balón.

El ciclo se cumplió, como vaticinaban los temerosos historiadores incrédulos de sus propias supersticiones.

Dos meses después, la plancha del Zócalo rugió como cada año. Esta vez, más de uno juró que se celebraba el triunfo de la selección en la Copa del Mundo Sudáfrica 2010.

No hay comentarios:

Seguidores